El artículo Curiosidades de MatemáticosCix en Facebook expresa:
Son 22,387 Km y se necesitan 4,492 horas para recorrerlo. Serían 187 días caminando sin parar, o 561 días caminando 8 horas al día.
A lo largo de la ruta, pasas por 17 países, seis zonas horarias y todas las estaciones del año.
Hubo diversos comentarios entre los lectores:
Sosa Yáñez anotó me encantaría ese viaje si estuviera en los años 70, 80, que no había tanto peligro. En estos tiempos no, cuando te quitan todo los ladrones.
Santiago Canales Ortíz, 200 kilómetros es lo máximo que he caminado en tres días.
Jose A. Alonso Carcelen mencionó: acabe el camino de Santiago de Compostela en España (en 33 días), fue mi primera experiencia en estas cosas y sin preparación, ha sido de lo mejor que he hecho, no es ni el físico ni el dinero, es la cabeza la que puede hacer posible un viaje tan largo.
Pako DaMonzta Que pereza 😓
Alguien comentó de un recorrido de la Patagonia a Alaska y otro lo critico.
Unos hablan de hacerlo en automotor, en motocicleta, otros en tren, en maps google, etc.
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Es común que haya diversas opiniones, algunas negativas o pudieran ser realistas, pero en nuestra rutina diaria no siempre caminamos mucho, de nuestra casa a la escuela, al trabajo, al mercado, a la iglesia y de regreso. Parece que hasta el momento nadie ha intentado hacer este extraordinario recorrido.
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Y este artículo me hizo recordar el siguiente que alguna vez leí y conservé:
Cuatro mil kilómetros en busca de una escuela, Paul Friggens, 33 historias que han conmovido al mundo * Selecciones del Reader’s Digest 1993.
Legson Kayira fue un joven africano, las asombrosas aventuras de Kayira puede decirse que empezaron con su nacimiento. Su madre, que no se creyó capaz de alimentar y cuidar al que era su primer hijo, lo arrojó al río Didimu, que pasa junto a la aldea de sus mayores. Pero fué, salvado y devuelto a su madre.
Pasó la infancia ayudando a labrar con un palo ahorquillado una triste parcela de maíz, mujo y cacahuate. Después empezó a asistir a la escuela de una misión presbiteriana en Kenya, para la cual tenía que caminar a diario 25 kilómetros entre ida y vuelta. Cuenta que el primer día lo mandaron a su casa, pues “decían que iba desnudo”.
Habiendo terminado su educación elemental, se le brindó una oportunidad de asistir a la escuela secundaria misional de Livingstonia en Karonga, donde estudió con excepcional aprovechamiento. Dentro y fuera de la escuela, el muchacho devoraba todos los libros que encontraba sobre Abrahán Lincoln, lo mismo que la autobiografía del gran educador negro Broker T. Washington, De la esclavitud a la libertad, y otros relatos sobre Norteamérica. Más adelante, oyendo decir que algunos estudiantes africanos iban a los Estados Unidos, se hizo promesa de ir él también.
El joven caminante creía vagamente que dirigiéndose al norte llegaría a Egipto, donde confiaba encontrar un barco de carga que lo llevara a los Estados Unidos, y a bordo del cual trabajaría para pagar su pasaje. A los tres días de marcha estaba ya cruzando la frontera de Nyasa con Tanganika, y allí dio cuenta de sus últimos bollos (que, a su paso por las aldeas, los bondadosos vecinos le cocían con su exigua harina); en seguida se aventuró por la selva llena de altas hierbas, elefantes, mortíferas moscas tsetsé y el sonido de tambores. En los poblados que muy de tarde en tarde encontraba, desempeñaba faenas domésticas por unos pocos centavos, y se mantenía tan sólo con bananas.
Caminó durante la estación seca y la lluviosa, entre el polvo cegador y los miasmas de la selva, atravesando aldeas en las que unas veces se le acogía amistosamente y otras con hostilidad. Se esforzaba en aprender tres palabras en cada dialecto indígena: comida, agua, trabajo. Una noche, cuando dormía junto a otro caminante, se despertó de pronto y se encontró con que una serpiente negra venenosa estaba enroscada entre los dos: “Mi compañero fue mordido, y murió”, dice como si tal cosa.
Para enero de 1960 –más de un año después de su salida de Mapale- el decidido mozo había logrado recorrer unos 1,500 kilómetros, y se encontraba en Kampala (Uganda). Allí estaba un día cargando ladrillos para ganar dinero, cuando causalmente se le abrió la puerta por donde alcanzaría su ilusión, tanto tiempo acariciada.
“Lo que pasó fue que conocí a un chico que hablaba inglés y me dijo que iba a una biblioteca norteamericana (del Servicio de Información de los Estados Unidos) donde dejaban entrar libremente”, refiere Legson. “Y fui con él”. Frecuentó después aquella biblioteca casi a diario, y allí hizo el descubrimiento de un libro, recién publicado, sobre su amado Lincoln. Mas, como tropezara con una palabra que no entendía, corrió a tomar un diccionario del estante de obras de consultas. Revolviendo entre éstas, le llamó la atención un anuario de las universidades y escuelas superiores norteamericanas. Abriéndolo al azar, el primer nombre que le saltó a los ojos fue Skagit Valley Collage. Apuntó los datos y, con los pocos centavos que le quedaban, envío por correo aéreo una solicitud de ingreso al director de aquel establecimiento de enseñanza.
“No tenía yo idea de dónde estaba el estado de Washington”, recuerda, “pero me dije: ¡Si este colegio no contesta, probaré con otro!”.
Dos semanas después, el muchacho, temblando de emoción abría una carta timbrada en los Estados Unidos. ¡No sólo era acogida favorablemente su petición, sino que podía solicitar una beca y hasta el propio colegio se encargaría de buscarle algún trabajo!
Pero los Estados Unidos estaban todavía a más de 15,000 kilómetros, y había el problema del dinero, del pasaporte y visado, harto complicado para quien, como él, salido de su tierra sin documentación de ningún género.
Con la ayuda de un antiguo maestro de la misión, consiguió al fin un pasaporte de Nyasa, y el primero de septiembre de 1960, con renovadas esperanzas, reanudaba la marcha. Le faltaba todavía el pasaje para los Estados Unidos, pero, escatimándolo de su condumio de bananas, había logrado reunir el dinero necesario para comprar su primer par de zapatos. “Pensaba que cuando estuviera en el barco y en el colegio me serían necesarios”.
Para entonces pasaba Kayira por territorio hostil. “Había tribus de gentes desnudas, y yo, por el miedo de ser atacado, hacía mis jornadas de noche”. Una vez más sintió el sufrimiento de la soledad, el hambre y la sed. Algunos días andaba de 30 a 40 kilómetros. Por fin, en Juba (Sudán), encontró la vía enorme del Nilo. Lo dejaron subir a un barco que iba río abajo, a condición de que compartiera la hedionda bodega con unos penados, a lo que accedió de buen grado.
El 26 de septiembre de 1960, casi a dos años después de haberse puesto en camino, el radiante Kayira hacía su entrada en la embajada norteamericana de Khartoum (Sudán), donde pidió el visado para los Estados Unidos. El vicecónsul se vio en la necesidad de advertirle que en los Estados Unidos los estudiantes extranjeros deben contar con los medios económicos o con algún fiador y, además, tienen que tener pasaje de regreso. Sin embargo, preocupado con el caso, escribió inmediatamente al colegio de Skagit Valley:
“Se encuentra aquí el joven Kayira, que está recorriendo a marchas forzadas la distancia que hay entre su tierra y ese colegio: media vuelta al mundo, sobre poco más o menos. Hasta ahora lleva recorrido unos 4,000 kilómetros, y no parece amedrentarle la certidumbre de que su viaje apenas acaba de comenzar. Al principio me creí en el deber de convencerlo para que regresara a su patria; más después de conocer su hazaña, mi conciencia no me permitiría echar en olvido el caso sin tener el convencimiento de que, en verdad, no hay esperanza”. Y el vicecónsul advertía que, mientras llegaba respuesta, retendría al muchacho en Khartoum.
La contestación llegó en un cable que honra para siempre a la ciudad de Mount Vernon y al colegio de Skagit Valley. El director notificaba que, por medio de bailes de beneficio y contribuciones voluntarias, estudiantes y vecinos de la localidad estaban recaudando fondos (la colecta llegó a 1,700 dólares), con gran entusiasmo, para el viaje de Legson Kayira a los Estados Unidos. Al mismo tiempo, el matrimonio Atwood, de Mount Vernon, enviaba por vía aérea una invitación al joven africano para que viviera en su casa mientras estudiaba en Skagit.
El 16 de diciembre de 1960, vistiendo su primer traje completo (regalo del personal de la embajada norteamericana), subía en Khartoum a bordo de un avión jet. Cuatro días después, tras una corta visita a Nueva York y Washington, y portador todavía de sus manoseados volúmenes de la Biblia y el Viaje del peregrino, entraba en el vestíbulo del colegio de Skagit Valley entre atronadores aplausos de los alumnos. ¡Había dado cima a su increíble viaje de dos años y 20,000 kilómetros!
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Y como muchas veces ocurre cuando alguien plática algo, inmediatamente nuestra memoria nos trae alguna historia que también queremos compartir y no dejamos que termine y encimamos la nuestra:
Cuando andaba de novio allá por 1976 hice un recorrido desde la casa de mis suegros en la colonia Constitución de la República, cerca de La Villa, en la ciudad de México,-donde ahora vivo- hasta la colonia Independencia en Naucalpan, Estado de México donde vivía en ese entonces, crucé toda la ciudad de México el recorrido lo hice en 5 horas de las 7 a las 12 de la noche, San Juan de Aragón, Ferrocarril Hidalgo, Reforma, Puente de Alvarado, Ribera de San Cosme, México-Tacuba, Legaria y Conscripto, hasta calle 11.
Allá por 1990 con mis hijos Mariana de trece años, Carlos diez y Pedro nueve, cuando vivíamos en Villas de Ecatepec caminábamos poco más de 20 kilómetros hasta la casa de mis suegros en la Constitución de la República, empezábamos cortando camino para tomar la avenida Central, pasábamos por donde estaba Sosa Texcoco, las vías del tren México Veracruz y luego la R1 (ave. López Mateos), cruzábamos Rio de los Remedios (Periférico) y seguíamos por Eduardo Molina hasta Manuel Fernando Soto- Hacíamos unas cuatro horas.
Alguna ocasión en Tuxpan me quede en la noche acompañando creo que a Miguel mi cuñado en la clínica del IMSS en Tampamachoco, dormitando en un silla, en la mañana me regresé caminando para ir tomando fotos hasta la Secundaria Técnica 2 donde vive mi cuñado, caminé cerca de seis o siete kilómetros, después visite a mi amigo Teo a la Manlio Fabio Altamirano en Santiago de la Peña y me regresé caminando, primero hacia el Paso de la Lancha y de ahí caminé hacia la Técnica 2, serían otros tres kilómetros y medio más, incluso a unos metros de llegar a la casa de mi cuñado, al subir hacia la banqueta las piernas no me respondieron y me caí.
En otra ocasión fui de visita a la colonia Independencia, se me hizo tarde, ya era cerca de las doce de la noche y al estar esperando una combi que me llevara a la estación del Metro Cuatro Caminos, una ahijada y su esposo me alcanzaron y dieron un aventón, cuando llegamos ya estaba muy solo, busqué la entrada a la estación y por los puestos ambulantes no la encontré, al traer solo veinte pesos decidí caminar desde el panteón de Sanctorum, luego calzada México Tacuba, Ribera de San Cosme hasta avenida Insurgentes, ahí tomé un microbús que a esa hora sustituía al Metrobus, me bajé en Montevideo y caminé hacia mi casa en la Constitución, pasé enfrente de la Basílica de Guadalupe, luego avenida San Juan de Aragón, no sé cuánta distancia caminé pero estaba abriendo el zaguán a las dos de la mañana.
En una siguiente ocasión, debió ser allá por el año 2010 era cumpleaños de mi compadre Saúl y lo fui a visitar a “Residencial” Granjas México, también en ese entonces traía unos veinticinco pesos, por lo mismo pensé en ir solo un rato para regresarme en el Metro, pero la amena plática, unos pourcelazos y algunos alcoholes, además también la llegada de nuestro amigo José Paz, se alargó la convivencia, constantemente me repetía que tenía que tomar el Metro, Faltando unos minutos para las doce de la noche, José me dió un aventón a la estación Mixiuhca, me tranquilicé cuando vi que estaba abierta la entrada, quise cruzar hacia el transbordo a Jamaica un policía me comentó que hacia ese lado ya no circulaba el tren. Hacia Pantitlán solo faltaba el último tren. Me salí y empecé a caminar por Francisco del Paso y Troncoso, pensando si en la estación San Lázaro pudiera alcanzar un transporte que me llevara cerca de casa, ya no alcance y seguí caminando por avenida Eduardo Molina, cruce Circuito Interior, Talismán y di vuelta en San Juan de Aragón y por fin llegué a casa en Manuel Fernando Soto, igualmente estaba abriendo el zaguán a las dos de la mañana.
Sara María mi esposa, Pedro mi hijo y Marijose mi nieta hemos caminado desde la Constitución hasta los parques de juegos, el que está enfrente de Torres Quiroga y el otro más adelante son más de quince cuadras, y Majo las ha caminado a sus tres años, ida y vuelta. Además de otros parques más cercanos, siempre insiste en ir, aunque muchas veces también hemos ido en carro.
Soy consciente que no faltará “el amigo aguafiestas” que no encontrará ninguna comparación a la distancias reseñadas en los dos recorridos que dió pie a mis recuerdos, aunque me queda claro que no hay ninguna comparación.
Escrito y narrado por Carlos Lozano Medrano ICTU, un tuxpeño en la Cd de México.