El refugio que se volvió trinchera

Angélica Cristiani Mantilla 

Hubo un tiempo en que callar era sobrevivir. Cuando en las casas se ponía la mesa como si no hubiera pasado nada. Cuando la piel ardía y se cubría con manga larga. Cuando el alma dolía y se fingía con sonrisa. Cuando el maquillaje ocultaba lo morado. A muchas nos enseñaron que el silencio era educación, que la rabia era fea, que el abuso se aguantaba, y que las heridas no se contaban, se tragaban.

Pero crecimos. Y entendimos. Que la violencia también se disfraza de familia. Que el olvido impuesto es otra forma de castigo. Que lo que no se nombra no desaparece: se enquista. Se vuelve sombra, insomnio, vacío.

Por eso existen —o deberían existir— los Centros de Justicia para Mujeres: para reconstruir lo que se rompió, para coser con dignidad los pedazos de una vida que se creyó perdida. Para decirle al miedo: hasta aquí. Para que una mujer —cualquier mujer— pueda cruzar sus puertas y sentir que, al fin, no está sola.

Pero esta semana, en Veracruz, ese refugio se volvió trinchera.

Las imágenes circularon como una ráfaga sucia: una mujer en estado de ebriedad, prepotente, agresiva, denigrando a una agente de tránsito, portando doble identidad y nombrándose empleada del CEJUM. Como si ese título fuera un pase libre para la impunidad. Como si bastara nombrarse parte de un centro de justicia para estar por encima de la ley.

Y tras ella, la historia que acuna la corrupción: la de una funcionaria, Pamela Ortega Medina, que al asumir el cargo colocó a su pareja sentimental en la nómina. Que desatendió procesos. Que sembró miedo entre las trabajadoras. Que convirtió un espacio de protección en un escenario más de poder malentendido.

El escándalo fue brutal, pero lo que siguió fue peor: una avalancha de comentarios misóginos, crueles, ignorantes. No se habló de ética, ni de deberes públicos, ni del dolor de las víctimas. Se habló del cuerpo de una mujer, de su edad, de su forma de vestir. “Para eso querían el feminismo”, escupieron desde la comodidad del teclado quienes aún creen que el patriarcado es un capricho feminista y no una estructura que mata.

Pero lo más grave no es la torpeza de una funcionaria ni la crueldad de los comentarios. Lo más grave es la grieta que se abrió en la confianza. Porque hay mujeres que están huyendo. Que han empacado lo poco que tienen. Que duermen con un cuchillo bajo la almohada. Que van a esos centros buscando una salida. Y ahora, después de ver esto, ¿quién se atreve a tocar esa puerta sin miedo de ser burlada, ignorada o usada?

La violencia deja cicatrices. Pero la corrupción destruye el suelo donde podrían florecer otras vidas. No se trata solo de desvío de recursos o tráfico de influencias. Se trata de esperanza quebrada. De sueños que no alcanzan ni siquiera a asomarse a la ventanilla.

¿Quién sostiene la mirada de una mujer que huye de su agresor y llega a un centro de justicia que huele a simulación?

No es momento de lavarse las manos ni de esconder el polvo bajo la alfombra. No es tiempo de fingir normalidad, como esa madre que niega los gritos tras la puerta. Gobernar también es asumir lo feo. Lo incómodo. Lo que duele.

Hoy el CEJUM no es lo que debería. No es abrigo, ni escucha, ni abrazo. Es un espacio tomado por el poder pequeño, por la ambición sin alma, por la costumbre de que todo se puede mientras nadie diga nada.

Gobernadora, no repita la vieja escena. No juegue a la familia funcional mientras la casa se cae a pedazos. No se convierta en esa figura que nos pidió comportarnos mientras el mundo nos golpeaba.

Las mujeres no estamos pidiendo milagros. Pedimos instituciones limpias. Puertas abiertas. Funcionarias con vocación, no con conectes. Centros de justicia, no oficinas de tráfico emocional. Un lugar donde no tengamos que suplicar por atención, donde no nos revictimicen ni nos olviden.

Porque una vez más, el cuerpo de una mujer fue puesto en el centro del escarnio, mientras el verdadero monstruo —la impunidad— siguió campante.

Hay que devolverle el sentido a las palabras: justicia, refugio, dignidad. Que dejen de ser adornos en discursos y se conviertan en realidad vivida. Que los centros de justicia no sean trincheras donde seguimos resistiendo, sino umbrales de una vida distinta. Porque estamos hartas de fingir. Esta vez, no vamos a volver a callar. Porque las que tenemos voz la usaremos para aquellas que sufren en silencio, para esas que no sabemos sus nombres, ni conocemos sus rostros, pero sí su historia y su futuro si la simulación sigue siendo su presente. Aquí hay mucho que decir, pero más por hacer.


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