Malo Vitae

Cuento escrito por Cristian Martínez Mordano. 
¿Así no fue cómo?... ¿cómo pasó?, esas eran las preguntas que rondaban como meras vagabundas paseándose por el laberinto llamado mente, desde hace ya algunos días en mi ‘‘estancia indefinida en mi hogar’’.

Palabras sabias del gobierno, lo cual yo traduzco como encarcelamiento disfrazado de estancia en nuestro hogar, o mejor dicho una mera cárcel hundida en un interminable infierno.

Cada grito, cada lágrima, cada arranque de enojo, cada pensamiento desastroso era una llama que calentaba más mi alrededor.

Me sentía perdida, mi laberinto, mi sofá, mi playlist afectada por el enojo y mis pensamientos, eran  mis mejores amigos en estas circunstancias, pues me había hartado de ver la televisión y de revisar mi Whatsaap o Instagram, para ver qué había de nuevo; siempre era lo mismo, memes, conversaciones, imágenes, reportajes, noticias, series, todo hablaba de esa maldita enfermedad que nos puso en esta horrible cuarentena ¡¡Covid- 19¡¡ ¡¡Covid- 19¡¡ !!Covid- 19¡¡, ya me había hartado ese nombre, llegando al límite de desactivar mis notificaciones del celular, querer estrellarlo contra la pared y luego detenerme pensando en última hora, las consecuencias. La televisión no quedó fuera. La desconecté y quise guardarla en el ático pero mi padre no me dejó.

La mañana era fría, con lluvia fuerte. Estaba sentada en aquella mesa de cristal despojada de su orden por acción de utensilios de cocina, sartenes, cucharas, vasos de cristal, platos  regados y acumulados  enfrente de mi vista. Al otro extremo donde yo estaba, al lado  de aquella ventana que le daba a mis ojos la oportunidad de admirar el jardín. La mesa  también era el  camino de las gotas de lluvia que se deslizaban bruscamente sobre su superficie y así regar el pasto inundado de agua, convertido en una laguna; las dos cosas intensificaban la sensación del clima en mi alrededor. La mesa estaba hecha un bloque de hielo que convertían mis dedos en estatuas al momento de tocar el cristal; la ventana hacía mayor el ruido de las gotas de lluvia que me taladraban los oídos, casi reventándome el tímpano.

Lo único que apaciguaba esas molestas sensaciones era la degustación de mi boca al momento de saborear mi café caliente y ver a lado mío un lapicero y mi cuaderno, los cuales había considerado que podrían ser mis leales compañeros durante los siguientes días. Lo tomé en cuenta durante unos momentos clavándoles una mirada fija, pero serena. Mi razonamiento lo aceptó y lo llevó a la práctica. Mi mano comenzó a redactar, y mi pluma con las palabras escritas ‘‘Eres genial’’ en letras coloridas, regalada por mi mejor amiga Susan el día de mi cumpleaños, se movía como ráfaga por el papel soltando la tinta y dando vida a mis primeras palabras e ideas.

Continuaba escribiendo, cuando de repente  sentí a alguien atrás de mis espaldas, como un mirón tratando de espiar lo que hacía, asomándose arriba de mi cabeza, y en el acto, tocando ligeramente mis cabellos rojizos advirtiéndome certeramente de su presencia. Volteando velozmente, me di cuenta que era mi madre Alicia. Entre brazos cruzados, una postura erguida de un general y sus ojos en dirección hacia abajo, dándome una mirada fulminante que haría retorcerse por dentro a cualquiera y decir miles de palabras en un instante. Sus ojos cafés oscuros me miraban con seriedad y con cierta rareza. Su cara expresaba duda como si me preguntara de una forma de  regaño !!¿qué haces niña? ¡¡De una forma súbita, haciéndome sentir como una extraña, no intercambiamos ninguna palabra, pero la verdad me dijo mucho, me dijo que no era Ana Frank perseguida y aterrorizada por los nazis  al borde de la muerte para hacer un diario, y tampoco era Shakespeare confeccionando una obra maestra para crear una historia o un libro de amor juvenil  que tratara de mi vida, y que tuviera  como  escenario principal mi escuela, que la antagonista fuera la chica que odio y como protagonista el chico que me gusta de música. 

Todos esos pensamientos llevaron que mi lapicero y mi cuaderno fueran tristemente guardados con un poco más de un párrafo escritos entre sus hojas, llevándome a leerlas una última vez y después perderlo en alguna parte de mi armario teniendo conciencia que nunca los encontraría. Esto decía:

"Hoy es miércoles 20 de junio de 2020, otro día más custodiada en manos de la cuarentena en mi hogar. Mientras redacto estas líneas, el mundo sigue teniendo problemas, siguen enfermándose, incluso los ángeles guardianes de nuestra salud, las enfermeras, se enferman, los doctores padecen; el mundo está cayendo en las tinieblas, y yo sigo aquí sin poder hacer nada, sin poder regresar a mi vida alocada pero normal".

Analizando mis palabras y parada enfrente del armario, me sentí como una niña de kínder en la escuela, sentada en el pupitre mirando hacia la puerta y luego la entrada de la maestra celebrada a coro por aquellos niños pequeños con un “Buenos días maestra” - ¿Qué día es hoy niños?- con el tono dulce y alegre de siempre-. Hoy es lunes 21 de marzo del ¿2011? -.  Después de haber finalizado mi fantasía y ya con una sonrisa y una expresión más alegre marcada en mi cara, la libreta y el lapicero fueron guardados y sentenciados a quedarse ahí por una eternidad. Después del cierre brusco de mi armario, se tambaleó,  provocando la caída de una caja vieja llena de zapatos, caracterizada especialmente por el tiempo; a los costados o como su parte posterior, estaban adornadas de capas acumuladas de polvo que hacía parecer que había resistido una tormenta de arena. 

Al costado derecho estaba pintada de un café ocre oscuro y espaciándole el polvo me di cuenta de los árboles; eran árboles, era  un  camino amarillento que cruzaba un bosque en estación otoño pintados con sutiles ramas, los troncos de los árboles era el café ocre oscuro que alcancé a ver primero,  y entre más altura cobraba el árbol, el color se transformaba en un café amarillento entre sus ramas y sus hojas eran de un café anaranjado claro. Las hojas caen lentamente hasta el suelo, que parecían estar bailando, dándole felicidad al paisaje y al camino, situándose a sus  lados. 

Al costado izquierdo de la caja perduraba la estación de invierno, firmemente estaba puesto un muñeco de nieve de blanco, casi angelical y divino, vestido como es debido digno de un caballero; con un sobrero de popa, un anteojo y una bufanda, atrás de unas cubiertas de colores rojizos, luces y adornos navideños, un poco más cerca de él, pero a sus espaldas una guerra de nieve entre dos grupos de niños divirtiéndose. En la parte de enfrente, estaba la primavera. Un campo enorme lleno de flores de distintos matices. Pero algo era seguro, todos eran alegres. La pintura se centraba en una flor amarillenta, frágil, con una mariposa posada levemente sobre ella. Y en la parte de atrás estaba el verano. El sol resplandecía como un dios imponente sobre la playa. Las aguas eran azules claros y bellos, como ninguno.

Representaban las estaciones del año en su interior, situaban fotos escondidas que nunca había visto, alguna muy normales con mi familia, otras un tanto desconocidas pero hubo una que llamó en especial, era un hombre con una bata de laboratorio de doctor a lado de  mi padre sonriendo y con una cara de buenos y viejos amigos, abrazados juntos sonrientes, lo cual era peculiar aun con la idea que mi padre era amigo o conocía mucha gente y tenía mucho colegas., pero el hombre con el que estaba en la foto era un poco peculiar. Nunca lo había visto o había escuchado sobre él o su nombre.

De repente oí bajar a alguien de las escaleras. Era mi papá. De una manera instantánea como un relámpago, guardé bajo el sofá la caja, quedando invisible a los ojos de mis padres y mi hermana. - ¿Claudia quieres venir?- de una forma alegre y entusiasta  -  ¿a qué?-  respondí, de una manera  fría, ocultando mi curiosidad  - Al supermercado — mis ojos se levantaron de una forma tan alegre que se pusieron redondos como botella, lo cual alegró a mi papá. Cualquiera diría que es aburrido ir al supermercado, pero en estas circunstancias es como ir a la feria. Quería salir, cualquier cosa era mejor que estar encerrada en las  cuatro paredes. Miré por la ventana y sin darme cuenta, la lluvia había cesado un poco, pero el clima no era tan cálido. Agarré mi abrigo, unas botas de  lluvia y mi sombrero. Me bastaron para salir disparada por la puerta. Mi padre sugirió  de forma silenciosa, la ida en auto, pero decidí ir a pie. Me servía de mucho y él casi dando un suspiro a mi decisión, no hizo más que seguirme la corriente y caminar junto a mí. Bueno, entre saltos y brincos junto mi hermanita. Elia, mi pequeña hermana, iba admirando el paisaje. Llegamos al centro y mi energía desapareció. Dos palabras describían todo el escenario: frío y escalofriante. Era un horror. Miraba alrededor dando vueltas. 

Las tiendas estaban vandalizadas, los vidrios estaban hechos un total desastre, rotos en  miles de pedazos y esparcidos entre el suelo. Las tiendas, las paredes eran decoradas por grafitis y obscenidades. Se veía en un el cruce de una calle, en dirección a la escuela, la basura. Ésta rondaba por las calles y una que otra basurilla se te atravesaba por el camino como una paja en el viejo oeste.

Los vidrios de los edificios más altos, estaban empolvados, los que los hacía que no pudieras ver ni un solo reflejo. Estábamos en el centro y de repente imaginé a miles de personas caminado en su vidas locas y presurosas; llamando unas cuantos,  con el teléfono en una mano, el maletín en otra y corriendo presurosamente al trabajo, hablando estresados; otras felices, otras enamoradas, y otras viviendo el mundo simplemente con normalidad.

Veía a una multitud caminando, que me arrastraría y tiraría al suelo, pisándome. Salí de mi sueño, estaba estupefacta mirando alrededor sorprendida de lo que pasaba. Nueva york no era el mismo. El césped y los árboles, así como lotes baldíos, habían sido tomados por la naturaleza. La yerba los había consumido. Los vagabundos seguían ahí, eran los únicas personas que seguían con su vida de rutina; vi a uno en uno banca acostado entre periódicos y sábanas viejas. Era igual a todos; llevaba un gorro en la cabeza, tejido a mano de distintos colores, cuya intensidad había sido arrebatada por el tiempo y maltratos de las noches al aire libre, unos pantalones de mezclilla rotos de las rodillas para abajo, un abrigo tipo detective de las viejas películas,color marrón y unos tenis blancos. Al parecer, aquel vagabundo era nuestra compañía. Los autos habían sido robados, ponchados e incinerados, el que más dolió ver fue un Mustang 69 aniquilado por el fuego, la lluvia y el sol durante todo este tiempO. Era uno de mis modelos favoritos, era una amante pródiga de los autos y las carreras.

Aquel paisaje, incluso robaba la belleza de mi hermana, sus rizos dorados y alegría sin igual eran apaciguados por la tristeza. Después de quedarme como una estatua de piedra por la calle, mi papá me jaló el brazo, despertándome y poniéndome al día, caminamos rápido hacia la tienda. Por mucho que estar al aire libre fuera buena idea, en este momento lo mejor es estar adentro, lo cual  me genera un poco de frustración. Es una verdad amarga. Así, así corriendo, papá nos llevó hasta al supermercado llevándome  más de prisa por aquel desastre hacia al supermercado o tal vez lo que quedaba. En teoría sabíamos el desastre de las otras tiendas, así que seguimos  nuestro camino y mi paseo más o menos feliz se volvió una carrera sin algún sentido. Pasamos de caminar rápido a correr sin algún sentido aparente y mientras más corría me daba cuenta que nuestro destino parecía estar aún más lejos. Me dije en mi cabeza- ¿hubiera sido mejor venir en auto?-  Me estaba agitando. Producto de la falta de ejercicio. Dejé de ir a mis entrenamientos de  voleibol. Seguíamos corriendo y pasábamos edificio tras edificio, agarrada del brazo izquierdo a toda velocidad y mirando hacia atrás, los edificios se esfumaban como si viajara en el tiempo y mi cabellos se alzaban en el aire entre más corría.

De repente mi papá se detuvo haciendo que yo frenare de forma brusca como un auto de la Fórmula 1, que pasa una curva cerrada e intenta rebasar a su contrincante. Quedé totalmente despeinada,  con los cabellos totalmente embarañados, mi cara asustada y enojada a la vez, con mi papá. Tomé un descanso. Estaba totalmente cansada. Tenía los brazos en mis rodillas, la cabeza abajo y mi corazón latiendo a mil por hora,  y mi cabello cubriéndome la cabeza, viendo al suelo sin sentido alguno. Con una respiración más, más o menos tranquila, levanté la mirada aun sofocada y ahí estaba el supermercado custodiado por los militares, dando razón de la frustración del gobierno por el aprovechamiento.

Antes de entrar, un hombre alto, de color negro se nos puso por delante con los brazos cruzados atrás de la espalda, poniendo la mejor posición de imponernos un cubre bocas, pero sentimos intimidarnos. Nos tomó la temperatura con un aparato dirigiéndose a la frente y nos esparció gel antibacterial. Pasamos y la puerta nos lanzó un polvo blanco que se esparció por toda mi vestimenta y en mi  cabello. Me sentí a la entrada de un laboratorio secreto que guardaba un Gran secreto y todo tenía que estar desinfectado a la perfección. Mi imaginación empezó a funcionar. Esa imaginación de una niña pequeña. Pero sin  olvidar que el ambiente era desolado. Solo había unas cuantas personas que estaban dispersas por varias secciones del supermercado y parecía un laberinto sin salida. Mi hermana Alia estaba en espera de lo que ordenara mi papá, mientras, yo deambulaba por allí, bailando, chiflando y cantando. Llamé la atención de algunas miradas curiosas que me observaron detenidamente. Algunas con cara de- ¿qué te pasa niña?- Todos estaban sin decir alguna palabra lo cual hacía seco el ambiente que hasta podría asegurar que mis pasos y chiflidos resonaban como el eco tan fuerte que se esparcía por toda la tienda.

Sin alguna explicación, mi ánimo empezó a  decaer. Tenía algo de justificación. El aire se sentía pesado y con tan solo respirarlo, el alma para una persona como yo se tiñería de negro. Las caras era sufribles de cada personas que veía. Poco a poco mis chiflidos se fueron haciendo más lentos y más lentos hasta al punto de sentir una canción de consuelo, nostálgica y terrorífica. Pero logra captar mi atención un señor de mayor edad con ojeras  griscientas y horribles que le adornaban abajo de los ojos como luces de navidad reflejadas en las ventanas; tenía el cabello blanco. Iba caminando. Su mano estaba aferrado a un bastón como si fuera un gran y viejo amigo. Sus ojos estaban decaídos y sus lentes reflejaban apenas la luz. Iba caminando por el pasillo con unos víveres. Me sorprendió verlo sin ningún acompañante, pues los ancianos son de los grupos más vulnerables. A pesar del cansancio, no mostraba ningún síntoma de malestar respiratorio. Mi papá me llamó y fui balanceándome alzando la cabeza   y girando en círculos hasta llegar a él.

Nos íbamos, teníamos que irnos. Sentí como si mi hermana o yo íbamos a hacer un berrinche, pero se quedó en nuestra conciencia y no lo hicimos. Pagamos todo y salimos. Mii papá otra vez parecía calentar motores para arrancar a correr. Cuando un hombre tal vez igual de loco o más que nosotros, llegó y de repente abrazó  a mi padre de una manera tan pragmática, casi suplicándole algo. El hombre no movió los labios, pero sentí como que pedía a gritos ayuda.

Acto seguido, tosió unas cuantas veces y  se desplomó enfrente de nuestros ojos. Cayó enfrente de las narices de mi papá, lo cual hizo que militares, empleados y los clientes lo rodearan en cuestión de segundo. Sin darnos cuenta, mi papá nos jaló de la mano. Nadie se dio cuenta de su ida, tal vez se quería ahorrar un interrogatorio o comentarios, algo por el estilo. Después de esa puerta, no salimos disparados hacia la casa en un carrera veloz, en lugar de eso, que por cierto habría odiado, fuimos caminando presurosamente. Al menos era mejor que la carrera. Unos pasos acelerados eran más calmados y menos fatigantes. Lo único desconcertante en el camino, era mi papá parecía como si hubiera visto un fantasma; estaba pálido y me miró. Vi algo raro en sus ojos. Angustia. Tenía la mano helada  y sudaba frío. Parecía que rebobinaba una  y otra vez lo que había pasado como una película y nunca terminaba la función. Llegamos tarde a la casa. Se nos hizo más tardado el último viaje, pero fue más calmado. Mi mamá nos recibió casi como de costumbre, porque ahora era saludar con el pie, con dos brincos y un codazo. Pero mi papá no participó. Se subió en silencio y muy rápido al segundo piso. Mi madre me miró con cara de extraños y subió a acompañarlo. Era de noche, la luna llena estaba en la misma mesa sentada con un café dándole vueltas al asunto. Mi hermana, mientras tanto, ella jugaba con un rompecabezas -¿quieres jugar Clau? Es divertido -No- aseguré yo firmemente. Ella frunció el ceño, se enojó conmigo pero por lo menos me dejó de molestar. Estaba pegada a la ventana y viendo la luna. Era hermosa, se alzaba como reina por el cielo. Iluminaba a todas la almas y le daba un espectáculo, incluyéndome el reflejo que me tocaba suavemente la cara. Traspasaba la ventana y parecía que acariciaba. Mi ojos centelleaban al compás del brillo. Mientras tanto, seguía y seguía mi mente buscando ideas; explotaría, pero mi creatividad volaba, saqué conclusiones, preguntas, a todas les daba oportunidad en mi cabeza, por muy locas o disparatadas que fueran. 

Desde que era un “agente” que quería ver a mi padre  hasta un simple loco enfermo, ¿enfermo? ¡enfermo! Salí disparada. Estaba infectado por el virus. Mi padre tuvo contacto con una persona infectada. Sentí como miles de ondas llamadas escalofríos; pasaban por mi cuerpo lentamente y sudaba frío. Recordé todas las advertencias de todos los días que pasaba el Gobierno en  la televisión y en todos los medios. Anunciaban miles de cosas y resonaban por mi mente. ¡Corre, corre, dile, dile! así como recordé los anuncios,yo pasé a toda velocidad por el pasillo y el segundo piso, para llegar a la recámara de mis padres. Traté de abrirla. Forcejee la puerta de la manera más silenciosa posible, tenía ganas de gritarles, timbrar la puerta y decir todo; tocar y tocar la puerta como una desesperada a punto de colapsar de frustración y enojo, pero me detuve, no sé cómo, ni porqué me detuve , pero sentí como un fuego en mi interior. 

De repente cesó ese fuego, se apagó lentamente haciendo que me deslizara poco a poco por las pared hasta caer al suelo, casi hundida en llanto. Sabía todas las cosas que podía llevar el coronavirus Covi-19: fibrosis, neumonía, en el peor de los casos, la muerte. Me estaba imaginando el peor de los casos posibles. Si aquel señor estaba infectado del coronavirus Covid-19… mi subconsciente decía definitivamente que sí pero mi consciente decía que no, aferrándose a la idea de “todo va estar bien, no va pasar nada malo”. Me estaba engañado a mí misma sin ninguna  razón aparente.Sí, mi padre tal vez había sido infectado por coronavirus Covid-19  y tendría riesgos de morir.

 Me fui a la cama sin poder cerrar un solo ojo por la  angustia. Con todo lo que había pasado, me encontraba mirando el techo en blanco sin ponerle atención, solamente era un fondo para mis fantasías e ideas locas. Me hice a un lado, tomé mi celular para revisar la hora y la luz del brillo iluminó toda la habitación haciendo que me ardieran los ojos, agarrándomelos con un dolor y ardor tremendo, dejando caer el celular y solo escuchar un sonido que te advierte de una posible ruptura de la pantalla. Enredarte con la sábana y saber que son más de las cuatro de la mañana. Es todo lo que procesas antes de quedarte dormida como una roca en la cama y sin saber si te vas a levantar en la mañana o hasta la tarde noche. Aun así seguía planeando cómo iba iniciar la conversación con mi padre, qué le diría, lo llevaría a la sala y tendríamos una plática hija-padre. “Tal vez, papá no quiere hablar contigo”. Me imaginaba el momento perfecto donde lo pescara y tendría que darme un tiempo. Me diría solo en 5 minutos de una forma severa contándome el tiempo casi mirando su reloj de muñeca y al final terminarlos con más de una hora en una charla. Mi mamá se sentaría con nosotros. Beberíamos un café y cuando sacara el tema, tal vez me tomarían como una loca. Finalmente conseguí dormirme sin algo más en la cabeza.

“Ta ta ta” fue el sonido que me despertó. Eran los picoteos que se repetían una y otra vez en mi ventana. El día era como el otro, continuaba  nublado, pero era temprano y el pájaro le hacía juego perfectamente  al tiempo. Era de un color negro-claro. Después de haberme despertado se quedó mirándome, escanéandome. Como un robot, de una manera perfecta y simétrica vi sus ojos pasar por cada zona de mi cuerpo, observando cada detalle de mí. Después de unos unos 3 o 2 minutos que intercambiamos miradas, se fue sin nada más que decir un picoteo o una chillido; al  final de cuentas, había logrado su labor,despertarme. Era muy temprano para mí. Miré más de cerca por la ventana y el sol apenas estaba iluminando el cielo. Subía poco a poco lanzando los primeros rayos de luz, las nubes al compás ser aclaraban y parecía que iba ser un día soleado después de todo. Me puse unas pantuflas. Agarré mi toalla y fui al baño. Imaginé que todos estaban dormidos. No se oía ningún ruido en toda la casa, ni siquiera mi hermana Elia, que siempre se levanta temprano y empieza a jugar, brinca y salta por toda la casa o pone la música a todo volumen  y nos despierta a todos. Tampoco tenía que hacer las grandes filas de siempre, ni escuchar a mi mamá cantar en la ducha por horas.

Me di una ducha pensando que tenía tiempo para hacer tal vez un guión de las cosas que podía decir. Guardarlo en pequeña notas bajo la manga, cuando el momento se pusiera incómodo. El agua me despertó totalmente. Estaba helada y sentía que los pies se congelaban en un instante. El pequeño espacio del baño se había convertido en un congelador casero. Tardé lo menos posible en ducharme, si no quedaría hecha un bloque de hielo. Salí enredada en mi toalla y corrí lo más rápido posible a mi cuarto. Me vestí y me asomé por la ventana, qué pasaba en el mundo. Seguía desolado o casi desolado. Solo estaban unos militares cuidando que no saliéramos. Me desplomé de espaldas hacia la cama, lancé un suspiro y ahora como una espía, me asomé por la puerta para observar si había rastros de vida. Después de unos segundos, la puerta a mi derecha se abrió y justamente era las de mis padres. Era mi padre pero no lo quería molestar. Llevaba una pijama como de costumbre y una que otra señal de desvelo o frustración  y con una somnolencia enorme, así que intenté no molestarlo y mis palabras no fueron escuchadas por sus sentido auditivo. Bajé a la cocina y escuché la regadera sonar como un lluvia retumbando entre las paredes y deslizándose hacia el piso de abajo. Levanté la mirada de una manera curiosa y luego volví a mis labores. Tomé un cereal y un vaso de leche más y lo disfruté lentamente hasta dar la sensación que estaba comiendo en cámara lenta. Haciendo que las hojuelas crujieran y si tuviera acompañante, se alejarían de mí por un ruido tan molesto que yo ni me percataba.

Esperaba y esperaba. Miraba fijamente las escaleras y agudizaba mi oído para escuchar cualquier indicio de que mi papá venía, e incluso llegué a asomarme agachando la mirada, viendo las escaleras hasta el punto de arriba y casi dejando caer mi cereal y ensuciar el piso, cosa que si mi madre hubiera visto, pegaría un grito en el cielo obligándome a limpiarlo lo más rápido posible y mirándome desde arriba con la frente en alto, con la mejor postura de madre severa. Y yo viéndola como una tirana. Pero justamente logré adquirir mi equilibrio. Me harté. Sentí que esperé horas, pero dando seguimiento  la revisión de la hora en mi celular, eran habían pasado solamente algunos minutos. Traté de perder el tiempo. Escuché música, vi las redes sociales, miraba y miraba algunas cosas. Me enojé conmigo misma, hasta que escuché pisadas por las escaleras, era mi papá. Rápidamente lo tomé de la mano y lo llevé a la cocina para platicar con él. Y en aquella discusión (según yo ) sentí que cada palabra y cada idea que mencionaba eran fantasmas para mi papá. Lo noté aburrido y sentí que solamente me estaba viendo a los ojos para dar una falsa impresión de interés pero con ojos vacíos y cara inexpresiva a lo que superficialmente parecía que me ponía atención, que se traducían con un: Ajá, sí, ajá. Esa señal de que le parecía una loca. Ninguna de las advertencias que le dije, las precauciones que tenía, nada lo tomó en cuenta y simplemente se fue a desayunar tranquilamente. No quedaba ningún rastro de aquel hombre preocupado, y entendí que había investigado por sí solo en internet, vagando por las redes y lo calaron peor que a mí. Pero de la manera absurda le llenaron la cabeza de cosas falsas y ahora no me creía nada. Tenía el cerebro totalmente lavado de pensamientos locos y de tonterías. Intenté hablar con mi papá una y otra vez. Hablé con mi mama para que  lo hiciera recapacitar pero” a oídos sordos, palabras necias” fue el dicho que me dijo después de haberme contado su fracaso con la charla de persuasión que también tuvo con mi papá. Llevamos un par de días así con mi papá. Al final nos dimos por vencidas y llevamos la fiesta en paz sin ninguna discusión ni palabras molestas.

Los días transcurrieron y transcurrieron. La vida era la misma. Se cumplieron dos semanas de aquel suceso, y aquella mañana nunca la olvidaré. Me desperté  tarde- Estaba nublado de nuevo y ni siquiera me asomé por la ventana, porque sé que me encontraría con el mismo paisaje. El día transcurrió igual. Me encontraba en la sala jugando con mi hermana después de una larga súplica por parte de ella, cuando vi bajar a mi papá, y el cambio fue drástico. Cargaba unas ojeras que se le marcaban fuertemente en su rostro. Los ojo los tenía ojos de color rojo sangre, esparcido por toda la retina. El cabello lo tenía sin vida. De un color negro, a un color negro grisáceo apagado. Pero la gota que derramó el vaso, fue cuando lo escuché toser. El ruido se me hacía familiar. Era el mismo que había producido el señor que se desplomó en el supermercado. El recuerdo fue tan lúcido y claro como el agua, sin duda alguna, ahí estaba el mismo escalofrío me recorría lentamente otra vez el cuerpo, con mayor intensidad que antes y mi semblante se puso pálido, casi a la par que el de mi papá. Sentí unas gotas de sudor frío recorrerme la frente y bajar lentamente por mi nariz y hacer que mis ojos se abrieran lo máximo posible. Y con eso ojos le di un escaneo a detalle al semblante  de mi padre y sin dudarlo, me di cuenta que estaba hirviendo. Tenía fiebre. No me atreví a tocarlo y sentí algo de nostalgia por eso. Seguí observando cada detalle. Tenía gripe, estornudaba una  otra vez. Pronto descubrí otra característica, el dolor muscular , las piernas las tenía temblorosas y rígidas. Cada vez que movía una extremidad, se quejaba  frunciendo el ceño levemente en su rostro. Todos los puntos se reunieron y pude decir  y gritarle con todas mis fuerzas: ¡te lo dije! una y otra vez hasta que entendiera. En lugar de eso, tomamos las medias. Le dimos un cubre bocas y unos guantes y tuvimos que vencer su obstinación de otra forma, hasta que logramos que entrara al auto. Mi mama hizo una carrera. Las calles estaban totalmente solitarias y podía apretar el acelerador hasta el tope sin miedo a estancarse en el tráfico, causar un accidente y luego ser multada. Mi hermana y yo nos agarramos como si fuéramos a subir a la montaña rusa y mi hermana tenía una expresión de “¿qué está pasando?” desde luego no sabía nada y oía la misma pregunta más de dos veces con su tierna voz. 

A lo lejos vimos el hospital y mi madre vio la luz al final del túnel. Fue bajando poco a poco la velocidad para no dar un freno repentino. Pero de igual manera marcó un frenón en el asfalto que vi después de bajarnos. Una pareja de doctores nos recibió pero no se notó una sorpresa entre sus caras. Era totalmente rutinario para ellos. Nos atendieron amables pero sin ningún tipo de estrés o frustración. Tal vez se lo guardaban. Llevaron a mi padre dentro del hospital y solo podía pasar un acompañante y claro iba a ir mi mamá, pero yo también quería entrar. 

Después de una larga discusión con uno de los médicos, mi tenacidad no fue vencida y me dejaron entrar con las medidas más extremas posibles. Un traje azul, de esos que se veían en las película, unas mascarillas de más de dos capas, una red para la cabeza, unos lentes y unos guantes, toda la vestimenta me hacía ver rechoncha y con una ligera incapacidad de ver claramente. Uno de los médicos me condujo a la puerta y en unos segundo me lamenté haber entrado. 

Todo era un caos, un desastre total y la tristeza prevalecía en los rostros y el sufrimiento te atravesaba el cuerpo. Todo lo que se escuchaba era lastimoso. Lo que más me sorprendió fue aquel anciano que había visto en el supermercado. Se encontraba agonizando, dependiendo de una máquina para respirar, para seguir viviendo. Respirando a duras penas. Y el sonido se repetía, el mismo sonido doliente se escuchaba, esa tos y estornudos que anunciaban la llegada de una invitada, la muerte. La muerte rondaba por ese hospital y tenía mucho trabajo. 

Al parecer es como si acariciara a cada uno de los enfermos y el ambiente se volviera insufrible. De por sí ya era insufrible fallecer de esa forma, sentirte horrible, pasar por todo lo que estás pasando, querer que te tiren un tiro y que esa opción fuera tu pase para ir tranquilo al otro mundo, sería la mejor, pero no sucedía, te quedabas a la espera y  al principio rezabas que sobreviviera  y al final  rezabas para salir de esa situación una de muchas que enfrentaste de alguna u otra forma, curándote o que te apilen en un congelador por no poder darte santa sepultura en ese instante .

Al parecer adiviné los pensamientos de ese pobre viejo y el de muchos más que podía ser su destino, en un futuro no muy lejano. Tirada en un rincón con mi cabeza apoyada en mis brazo juntados en mi piernas, para no demostrar mis lágrimas a las personas y hundirme en un llanto interminable, lo acepté. Acepté qué era lo que estaba pasando. Que esta situación le podía pasar a cualquiera sin importar el género, o estamento en el que te encuentres. Y que eso, no exentaba a mi papá.

Terminar empatizando con el sufrimiento de esas persona que había observado, mi llanto empezó a resonar más, pero nadie se acercó a consolarme,o todos estaban ocupados. Alcé la cabeza levemente y todos los doctores y enfermeras corrían a todos lados haciendo lo que podían - ¡ más rápido tráiganme el medicamento! - gritó un doctor. La enfermera salió corriendo -es solo lo que encontré - dijo al regresar. El doctor frunció el ceño y se lo aplicó. Lo vi todo, cómo minutos después  el aparato que rastreaba sus signos vitales había descendido y había marcado el sonido de un pitido.Por algunos segundos, el doctor se quitó el estetoscopio, dio un pequeño suspiro, le puso la sábana encima y dijo -llévenselo- Tenía la mirada de roca no parecía asustado, pero sí decepcionado. Estas eran circunstancias totalmente normales para él. Y la situación se volvía a repetir con mucha frecuencia. 

Los gritos, la atención, el pitido y la muerte; el grito la atención, el pitido y la muerte; el grito, el pitido, la atención y la muerte... no podía decir con certeza cuántas veces se rebobinó la misma situación, pero sí puedo asegurar que fueran muchas. Eso, junto a aquella tos que te partía el alma si la escuchabas y más si veías al paciente, podían hacer llorar a cualquiera por muy duro que sea. Hasta cierto punto, los doctores y enfermeras seguían eficientes. Seguían en el trabajo intactos, con una mirada de roca y seria. Pero muy en el fondo sus almas estaban llorando y quizá deseaban tirar la toalla, pero no era un opción, sería una ofensa para su profesión y su ocupación que era salvar vidas. 

Quería provocar un aplauso estruendoso con mis palmas para ovacionar a esos héroes sin capa  y que el mundo se uniera para felicitarlos, pero tenía los pies de plomo y estaba frenética. No pude mover ni un solo dedo. Todo el día estuve ahí, sentada llorando y esperando. Me tranquilizaba un poco al  pensar en cosas buenas. Pero, por más que quería evitarlo, otra vez el pitido que anunciaba una muerte más al día, volvía a sonar.

Pasaban rápido, más rápido y a la vez, lentas, las horas. El tiempo no era muy bienvenido en ese lugar. No importaba cómo y en qué tiempo se salvaban vidas. Luego vi que una enfermera colapsó.Tiró todo la instrumentación que tenía. Dejando todo en el suelo, salió corriendo, derramando gotas de lágrimas en su camino. Salió a tomar aire. Nadie fue a consolarla. Teníamos que ser fuertes, íbamos a sobrevivir me decía, pero luego la otra parte de mi mente decía: “claro que no, no es tan fácil como crees, vamos a morir, este es el final”.

Minutos después, mi madre llegó y confirmó lo que más temía. Era cierto, mi padre estaba infectado. Miré a mi alrededor otra vez y me tiré a llorar a mares sin ninguna consolación. Ya era muy tarde. Ese fue el fin de mi papá.
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