Por: Lic. Mariana Ivalú Lozano Bravo, hmsp.
Nuestra realidad
Vivimos en un mundo sediento de paz interior. Los signos de los tiempos no dejan lugar a duda: crecen, día a día, las estadísticas de suicidios; la violencia que se vive cotidianamente con expresiones cada vez más inhumanas; las adicciones que despersonalizan; las tribus urbanas que manifiestan la carencia de un sentido existencial…en fin, podríamos prolongar la lista con cientos de sucesos más.
Gabriel Marcel, un filósofo francés que vivió el drama de las guerras mundiales, llegó a expresar: “Me parece que el mundo hoy es como un reloj descompuesto; está ahí, pero ya no tiene vida, suena hueco.” Pero, el hombre de hoy, a pesar de todo, no ha renunciado en la búsqueda de la felicidad, de la serenidad interior.
Búsquedas erróneas
El hombre creado para vivir en plenitud no se contenta con rumiar su amargura; se convierte en buscador insaciable, a veces desesperado. Lo triste es que no siempre busca adecuadamente y, en muchas ocasiones, termina decepcionado de tales búsquedas. La sociedad nos propone ideales de felicidad que no siempre cumplen nuestras expectativas. Distinguimos algunas:
Materialismo: su eje central es el afán de poseer. Identifica felicidad con el tener y, sin darse cuenta, pierde lo fundamental: su ser. La propuesta materialista afirma que uno será feliz en la medida que posea tales o cuales cosas. Esto puede satisfacer necesidades primarias, pero, a la larga uno descubre que el dinero o las posesiones no te aseguran la serenidad y la paz.
Hedonismo: Esta ideología se funda en la consecución del placer. A mayor placer, más felicidad; a costa de lo que sea, o de quien sea. Gozar sensitivamente es la meta máxima, sin frenos. El egoísmo se dispara a grados altísimos, pues no importa el cómo, lo importante es que “yo” disfrute. Esta propuesta toca la parte más instintiva del ser humano: el placer erótico, el comer, el dormir. Todo esto no es negativo en sí mismo, lo dañino es el exceso, es la exaltación del ego a costa de la dignidad o el bienestar de otros. Quien asume el hedonismo como actitud se olvida de que el ser humano es mucho más que un animal; no sólo tiene instintos, también razona, siente, se proyecta hacia la trascendencia. A corto o largo plazo este tipo de vida genera un gran vacío interior.
Fideísmo: Creer en cualquier cosa con tal de aferrarse a una esperanza de vida mejor. Muchos depositan su confianza en cualquiera que prometa un bienestar instantáneo. Deseamos lograr mucho sin esfuerzo. Esto es un engaño. Las cosas que valen la pena implican esfuerzo de nuestra parte. La lectura de la mano, cartas, café, el falso culto a la santa muerte, el espiritismo, santerismo, astrología, no son sino propuestas de paz baratas que, con el tiempo, manifiestan su fracaso. Dan “soluciones” instantáneas que terminan dejando la propia vida más enredada que al principio.
Concluimos esta parte diciendo que: buscar la paz a costa del bienestar de otros nunca será una opción viable, porque no lleva a ningún lado. Si pretendemos encontrar la felicidad a costa de la felicidad de otros nos engañamos. No somos el centro del universo, la felicidad personal implica conciencia social: hay más dicha en dar que en recibir.
Perspectivas de una búsqueda eficaz
El ser humano busca la paz, que se traduce aquí como una vida equilibrada, feliz. Pero debe tener presente la naturaleza de su propio ser para buscar correctamente. De otra manera se arriesga a quedar eternamente insatisfecho.
Edith Stein, filósofa judía convertida al cristianismo, propone en un estudio minucioso del hombre una triple consideración: el hombre como materia; como ser viviente; como ser espiritual.
El hombre es un ser material, ocupa un lugar en el espacio y así se identifica con todas las cosas creadas: una piedra, el agua, una mesa, etc.
Pero no queda ahí, además posee alma, es decir, un principio vital que le hace moverse, comer, respirar, etc. Aquí se equipara con los animales o las plantas, por ello se habla de alma racional, animal y vegetativa.
Demos un paso más. El ser humano no sólo tiene materia y alma; hay algo que le distingue de cualquier otro ser: su condición de ser espiritual. Esto implica una racionalidad, libertad, capacidad de decidir, de amar, de proyectarse hacia el futuro. Este núcleo espiritual lo conecta con su Creador, le da el sentido o la intuición de lo divino.
Así, podemos decir que si descuidamos alguna de estas facetas de lo humano, quedamos como “incompletos”. Lo que da paz al corazón es el equilibrio en estos tres planos; hablamos entonces de un bienestar integral. En el primer aspecto, hay que luchar por un estilo de vida sano; en el segundo, hay que poner en orden las emociones, la psiqué. En el plano espiritual hay que aprender a relacionarnos con Dios.
Una propuesta de espiritualidad
En la experiencia que he podido tener como religiosa misionera, puedo decir que de los tres aspectos mencionados, el fundamental es el tercero, sin olvidar la parte física y emocional. Si hay conciencia del propio límite, si el hombre se atreve a elevar su mente al Creador de su propia alma espiritual, entonces se hace tan fuerte interiormente, que no hay enfermedad o situación crítica que pueda derribarle.
Lo pude experimentar con una señora, madre de tres hijos, enferma de cáncer. En su etapa terminal no mostraba desesperación o amargura; más bien irradiaba paz, serenidad. Dónde encontraba su fuerza: en el amor de Dios. Era una mujer espiritual.
Es por eso que esta reflexión aterriza en lo siguiente: si deseamos una vida digna de ser vivida, no echemos al olvido esta dimensión espiritual. Esto se consigue asumiendo una espiritualidad, es decir, la asimilación de diversos “ejercicios” que nos permiten sintonizar mejor con Dios, nuestro origen y meta. Bien decía san Agustín de Hipona: “Nos has creado, Señor, para ti y nuestra alma no encontrará paz hasta que descanse en ti”.
Como puntos esenciales de una sana espiritualidad podemos proponer:
Oración. La oración es pensar en Dios amándolo. No necesariamente debemos aprendernos rezos complicados y largos para orar. Orar es hablar de tus cosas con alguien que te ama, Dios, es confiarle tus tristezas, alegrías, necesidades, triunfos y fracasos. Es vivir bajo su mirada, sintiéndolo cerca en todo momento, como un amigo.
Silencio. Buscar momentos de quietud es fundamental. Nuestra agitada vida moderna nos inserta en un ritmo acelerado del que, a veces, ya no tenemos control. Silencio para pensar en las fallas y proyectos es un hábito sanante. Además, en el silencio se comprende mejor el proyecto de Dios para nosotros, que es sin duda, un proyecto de felicidad.
Guía espiritual. Ningún ser humano posee, él solo, toda la verdad del universo; necesita compartir con otros sus propios criterios para descubrir si está siguiendo un camino que lo lleve hacia algún lado o si está dando vueltas en círculos interminables.
Sacramentos. Son medios eficaces de encuentro con Dios, que nos fortalecen en el caminar cotidiano. Pero los sacramentos no son “mágicos”, no actúan en contra de la voluntad del sujeto. La presencia de Dios se comunica en la medida en que nos disponemos a recibirla.
Reflexión de la Palabra. La Sagrada Escritura es la voz de Dios que nos habla, porque “la palabra de Dios es viva y eficaz, más penetrante que una espada de doble filo, penetra hasta los tuétanos y sondea hasta lo profundo del corazón” (cf. Heb 4, 12-13). Tener la Biblia como “libro de cabecera” no es un hábito de gente espiritualista, sino recurso para personas inteligentes y deseosas de superarse en todos los aspectos de su vida.
Una vida de constante caridad. Amor concreto, de hechos no de palabras.
Conclusiones
Si queremos resarcir los daños y encontrar el camino acertado para lograr una comunidad humana más humana, debemos voltear la mirada hacia el cielo, elevando una plegaria sincera y necesitada: Señor, dame un corazón compasivo; que tenga tu capacidad de entrega, de perdón, de amor. Sólo en la medida de nuestra cercanía con el que es la fuente de la Vida podremos aprender a vivir de verdad. La fe capacita al hombre para entender el misterio de su propia existencia, el acontecer histórico – a veces trágico, a veces mágico-, su origen único y su fin último, en fin, le permite hacer de su vida algo más que superficialidad sin sentido.
El problema que nos planteamos ahora es cómo conseguir una sana espiritualidad, esa que es capaz de humanizar y no de alienar; pues es verdad que una espiritualidad mal planteada puede conducir al hombre a un olvido de la realidad que le circunda, un falso amor a Dios que le hace olvidarse de los pobres que encuentra todos los días. Una espiritualidad sana e integral debe hacer al hombre más feliz y más capaz de relacionarse con los demás. La clave de dicha espiritualidad se finca en la capacidad de sincerarse delante de Dios, descubriendo día a día el límite que continuamente nos sale al paso. Sólo quien sabe ponerse delante de Dios con humildad, con sentimientos de hijo amado, puede dialogar de verdad con su Creador.
La dificultad para muchos estriba en la falta de buenos hábitos espirituales. Más de uno se quejará de su aburrimiento en la oración, del cansancio o del sueño; de su dificultad para estar más de dos minutos en la capilla o de su falta de constancia en los propósitos emprendidos. Es lógico pensar que, para quien no ha cultivado el trato con Dios, la familiaridad con Él será casi tarea imposible. Pero en esto sucede como en cualquier tipo de ejercicio. La facilidad para imbuirnos en el Misterio infinito del amor de Dios aumenta en la medida en que buscamos con más frecuencia momentos de cercanía con él.
No necesariamente debemos mudarnos a la iglesia para considerarnos personas espirituales. La relación con Dios no puede ser intermitente; el mayor logro de la vida espiritual es conseguir que ésta impregne todos los ámbitos de la vida: familia, trabajo, escuela, religiosidad, recreación, etc. Que las palabras del Señor orienten nuestros pensamientos y actitudes; que al invocar con insistencia la ayuda del Espíritu Santo podamos tomar buenas decisiones, encaminadas al bien común; que nuestro amor sea sincero, sin fingimientos; que la cordialidad nos distinga en el trato a los demás. En fin, que el Evangelio penetre en nosotros profundamente para que los demás sean capaces de descubrir en nosotros la bondad y belleza del amor divino.
Una espiritualidad para nuestros tiempos debe, necesariamente ser integral. Debe empapar cada uno de los ámbitos de nuestra vida, sin olvidar ninguno. Sólo esto nos conseguirá la fortaleza interior que generará con el tiempo una paz profunda, tan cierta y verdadera que nada pueda quebrantar. No habrá entonces adversidad capaz de echar abajo nuestra esperanza. Una vez que hemos hecho a Dios nuestro compañero de camino nunca más volvemos a sentirnos solos.