Juan Antonio Nemi Dib
La prostituta del pueblo no lo era. Todo empezó por una añeja y, como casi siempre, absurda rivalidad con la prima/vecina. Ésta, resentida por los agravios que nacen de una convivencia intensa y excesiva, donde la privacidad se desvanece y las diferencias crecen más que el pan con fermento seco, empezó emitiendo pequeñas regañinas que transitaron de murmuraciones y chismecillos a vituperios, luego a ponzoñosas calumnias y, como tenía que ser, se convirtieron en anatemas de profusa difusión entre aldeanos aburridos, de falsa pero conveniente moralina.
Llegó el día en que el señor cura le reclamó airado por qué no confesaba sus verdaderos pecados; ella, simplemente no supo qué responder. Doña Chucha, que les daba el taller de costura, le dijo que mejor aprovechara las tardes para cuidar a su abuela, vieja y enferma, que no regresara. Y poco a poco empezó a darse cuenta de que las miradas de jóvenes y adultos contenían algo indescifrable, que le provocaba al mismo tiempo molestia, temor y… orgullo. Lascivia no era un sustantivo de su vocabulario, pero aun así, finalmente logró darse cuenta de lo que incitaba en los hombres, pues los infames juicios contra ella crecieron al mismo tiempo que un físico espectacular, con ojos de miel, con labios de rojo vidrio (como describe José Homero) y, por supuesto, la cadencia de quien sabe lo que tiene. Así, la prima airada se convirtió en profeta. Y la guapa, en la reina del pueblo, la deseada, la envidiada, la temida, la terrible, la irresistible. La guapa no tenía ya nada que perder, y en cambio, sí qué ganar, mientras sus atributos se lo permitieran.
Es el caso de la policía mexicana. De todas y cada una de las corporaciones de antes y de hoy.
Nadie en su sano juicio, con dos dedos de frente o “un poco de razón” -como dirían en ese mismo pueblo— se incorporía voluntariamente a una corporación policiaca pensando que merecerá respeto, que tendrá reconocimiento social, que recibirá reconocimiento de héroe por defender a los demás, que el futuro de su familia estará garantizado en caso de siniestro, que recibirá el entrenamiento y el equipo adecuados, y mucho menos, que obtendrá un salario remunerador, que le garantice una vida digna a los suyos ni el llegar a viejo en paz y sin penurias.
Las consignas son pertinentes: “policía, si quieres llegar a viejo, hazte pendejo…”, “los polis buenos sólo tienen dos pies, uno en la cárcel y otro en la tumba, los picudos no necesitan pies, tienen trocas”… y la lista sigue. No procede generalizar y seguramente hay excepciones, pero en este país en donde se cuenta acuciosamente la pérdida financiera de FEMSA al verse obligada a cerrar los OXXOS de Nuevo Laredo, nadie sabe cuántos policías mueren en cumplimiento de su deber, y si se sabe, tampoco importa. ¿Supo usted de la joven mujer policía asesinada por evitar un asalto en Veracruz, el pasado18 de julio?, ¿sabe cómo sigue su compañera gravemente herida?, ¿haría usted un donativo a sus familias?
El de policía mexicano suele ser un empleo residual, cuando se han agotado otras opciones laborales, cuando de plano no hay más remedio; en ciertos casos, se trata de una ingenua posibilidad de “ascenso social”, de cumplir expectativas de reconocimiento en la familia o la micro comunidad, de una actividad “emocionante” que se percibe como una fuente de adrenalina y la agradable sensación que brinda el poder de llevar encima, legalmente, un arma de fuego que se puede usar, autoridad sobre los otros, pues; pero, también, chance de ingresos extralegales y “mejora” patrimonial rápida.
Esta tradición se torna más compleja cuando hay que compartirle al jefe tiene que compartirle al jefe que tiene que compartirle al jefe que tiene que compartirle al jefe, lo que impone tarifas y cuotas. O de plano, peor… cuando los polis tienen que trabajar para los malos si es que quieren conservar la vida propia y la de sus cercanos y por supuesto mantener su empleo para ganarse unos pesos extras (tampoco es que les devuelvan mucho por sus “colaboraciones espontáneas”), lo que les obliga a “recaudar”, a pagar para tener acceso al instrumento de “trabajo” (patrulla, moto, radios que funcionan, chalecos y cascos sin caducar, suficiente parque) y buena ubicación en cruceros adecuados y turnos “productivos”.
La metáfora vale: la guapa pagando el diezmo y sirviendo al cacique, para mantener las ventajas de serlo. Los demás que se jodan, la guapa trabaja para la guapa, no para el pueblo. Weber lo vio venir.
Es cierto que la seguridad pública en Veracruz y quizá en todo México está a un tris de la hecatombe. No se puede ocultar. Pero el nudo no se desata desapareciendo la Fuerza Civil (craso, terrible error). El problema no es la carencia de súper policías, tipo RoboCop. El problema no está sólo en las licencias para matar que antes llamaban “neutralizaciones” y ahora rebautizaron como “códigos rojos”. El problema no es siquiera que oculten los muertos de Banderilla o los balazos al interior del fraccionamiento millonario. Vaya… ni aún las necesarias pero lucrativas (antes y ahora) y fallidas cámaras de videovigilancia.
En realidad, el problema no son los policías. Lo fácil, lo cómodo, lo políticamente correcto, es culparles a ellos de todos los males, así sea irrefutable que varios actúan de manera abominable y merecen a perpetuidad el Séptimo Infierno.
De hecho, necesitamos ciudadanos que cumplan la ley, sin distingos, sin privilegios, sin grados, sin exclusiones. Si no hay robos, ni secuestros, ni borrachos manejando, ni violadores, ni narcos, ni proxenetas, ni defraudadores, ni evasores fiscales, ni corrupción pública y privada, ni precio para la justicia, con paternidad responsable y auténtica ciudadanía, con gobierno eficaz y honesto, los policías salen sobrando. Y de paso los fiscales… y los jueces. Lo dijo Auguste Comte: el crimen es inevitable, es una anomia, pero no tiene por qué ser la generalidad sino la excepción. Los malos policías deberían ser lo raro, lo extraño. Podríamos dejar de temerles, aprender a respetarles, a corresponder su esfuerzo y por supuesto, a agradecerles.
Mientras que seamos una sociedad de gente que exige la rigurosa ley para los otros pero el perdón incondicional para sí misma, mientras seamos una sociedad que privilegie la riqueza y el poder sin importar el modo ni el costo, la buena policía es sueño, autoengaño. Si buscamos que se haga la voluntad de Dios en los bueyes del Compadre, realmente no queremos paz, realmente no estamos dispuestos a cumplir nuestros deberes cívicos, que ni son pocos ni son fáciles. Ya puede estar tranquila la prostituta del pueblo, la culpa es de los otros.