El carisma es una cualidad que poseen ciertas personas. Esa condición les permite influir,
seducir y liderar. El carisma en los líderes los hace especiales. Puede haber líderes
carismáticos con o sin acento personalista. Hay líderes populares en general y populistas
en particular. Encontramos ejemplos de líderes que ejercen el culto a su personalidad en
afanes narcisistas. La historia nos da varios ejemplos. Esas personalidades, mesiánicas y
caudillista, no tienen ideología exclusiva, pueden ser de izquierda, derecha o lo que sea.
Normalmente su ascenso y permanencia es en demérito de las instituciones y las reglas
democráticas. Todo gira en su entorno, todo se explica por sus posturas y formas de
pensar. El ejercicio del poder tiende a ser absoluto, con consecuencias profundas dadas
las órdenes de acción. Cualquier idea u ocurrencia, por descabellada que sea, se lleva a
la práctica; incluso si no hay estudios de viabilidad o desafía a la lógica. El líder fuerte
genera disciplina férrea e ideas únicas. Las voces de su entorno repiten lo que dice. Se
agota la reflexión y la autocrítica. Su proyecto, impactado por su personalidad, camina en
una ruta única; prescinde del diálogo en tanto se asume como instancia superior y
apuesta por la uniformidad. En su visión no caben los que no coincidan, incluso son vistos
como herejes o traidores. Es común escuchar ese tipo de descalificaciones hasta niveles
de cosificación. Algo de fascista o comunista, hermanados por el totalitarismo, tiene ese
tipo de posiciones. Los caudillismos son atractivos, muchos los ven como protección
salvadora. Tienen tonos de superhéroes, esos que no se doblan, que no se enferman,
que son indestructibles. La relación de la masa (pueblo) con los líderes carismáticos, si no
tiene mediación ciudadana, es mágica, decesión casi total del pensamiento y apoyo
incondicional. Hay algo de orfandad y patología en quienes participan así. En esas
condiciones no se construye democracia ni cultura libertaria. Es como dar vueltas en
círculos viciados; sin avance ni desarrollo. Es de una gran curiosidad suponer lo que
pasará cuando no estén en el poder los caudillos. Se puede pensar en las divisiones de
sus estructuras de apoyo, cuyo pegamento no va más allá de la fuerza del líder. Igual
puede pasar con el ánimo popular instruido para glorificar, para el culto a la personalidad.
Por la constitución o por la salud el día de la despedida llegará y habrá un gran vacío, un
abismo que nadie podrá llenar. De hecho, los líderes de otros países se han eternizado en
el poder por medios autoritarios o dictatoriales; el caso es que nunca se quieren ir pues se
consideran salvadores de las patrias y son adictos al poder. Ahí tenemos los ejemplos de
Fidel Castro, Chávez, Evo, Daniel Ortega y los Kirchner, entre otros. En Mexico no pasa
algo así por la actual correlación legislativa y nuestra mega arraigada tradición anti
reeleccionista. Es lo de menos si un gobernante es más o menos popular, es subjetivo y
tiene que ver con el culto personal, la propaganda y el carisma. Lo peor es cuando los
líderes sólo trabajan para mantener esa popularidad, cuando desatienden sus
obligaciones principales. Algo de patético tiene que personas con estudios y antecedentes
de izquierda se unan al coro de pleitesía idolatra a una persona, como si fueran parte de
una secta. No se debe dejar pasar este tipo de fenómenos absolutamente anacrónicos.
Estos fenómenos de la personalización de los liderazgos ocurren en una sociedad
concreta y en ciertas coyunturas. Es su ascenso a partir de anhelos justicieros y
hartazgos contra las élites. Estamos ante líderes políticos no tradicionales, que vienen de
abajo y pretenden transformaciones de fondo. Limitados por la realidad o por su
incapacidad, se tornan autoritarios y fantasiosos, viviendo de forma gozosa y hasta
abusiva el poder. Pero surgen de nosotros, son consecuencia de lo que somos como
sociedad. No son extraterrestres. Nos toca enfrentar sus excesos y corregir esas
anomalías históricas.
Recadito: me quedo con la atajada de Memo y el golazo de Chávez.