Quintana Roo y José Ma. Morelos y Pavón


Transcrito por Carlos Lozano Medrano ICTU.

En una de las tardes tristonas y lluviosas por cierto. Llamó a la puerta de la Academia un viejecito con un barragán encarnado a cuadros, con su vestido negro, nuevo y correcto, y su corbata, mal anudada, y un sombrero maltratado con la falda levantada por detrás.

     El viejecito tocó la puerta, y sin más espera se entró de rondón en el cuarto y se sentó con el mayor desenfado entre nosotros diciendo:

     -Vengo a ver qué hacen mis muchachos.

     La Academia se puso en pie y prorrumpió en estrepitosos aplausos que conmovieron visiblemente al anciano…El nombre de Quintana Roo, que tal era nuestro visitante, fue pronunciado por todos los labios y por aclamación irresistible fue elegido presidente perpetuo.

     El júbilo por este nombramiento fue tan ardiente como sincero, nos parecía la visita cariñosa de la Patria.

     Quintana a los diecinueve años fue el consejo y el espíritu levantado del gran Morelos, rico con los sentimientos más puros y benéficos; astro de la pléyade en que brillaban espléndidos los nombres de Zavala, de Cos, de Justo Sierra y de otros esclarecidos políticos; escritor elocuentísimo que dio a conocer en el extranjero los principios de la guerra de Independencia, haciendo decir a Blanco White que donde había pensadores como Quintana era imposible la esclavitud.

     En los labios de Quintana, las narraciones de nuestra independencia eran encantadoras; desentrañaba con naturalidad suma los móviles de nuestra emancipación, señalando los talentos guiadores, las inconveniencias de opinión de los instruidos a medias, el poder mágico de los instintos sobreponiéndose a todas las teorías, el fondo de bondad, de amor y redención entre patriotas de distintas posiciones, de diversos grados de instrucción y de categorías que descendían de lo más alto de la civilización para confundirse con la barbarie en medio del desorden.

     Fascinaba Quintana cuando hablaba de la patria.

     Me refería en su casa una noche, las vísperas de la instalación del Congreso de Chilpancingo.

     -Morelos, me decía, era un clérigo fornido, cariancho, moreno, de grande empuje en el andar y movimiento, de voz sonora y dulce.

     La estancia en que estábamos era reducida y con un solo asiento; en una mesilla de palo, blanca, ardía un velón de sebo que daba una luz palpitante y cárdena.

     Morelos me dijo:

     “Siéntese usted y óigame, señor licenciado, porque de hablar tengo maña y temo decir un despropósito; yo soy ignorante y quiero decir lo que está en mi corazón: ponga cuidado, déjeme decirle y cuando acabe, me corrige para que sólo diga cosas en razón.”

     Yo me senté, proseguía Quintana: el señor Morelos se paseaba con su chaqueta blanca y su pañuelo en la cabeza: de repente se paró frente a mí y me dijo su discurso.

     Entonces, a su modo, incorrecto y sembrado de modismos y aun de faltas de lenguaje, desenvolvió a mis ojos sus creencias sobre derechos del hombre, división de poderes, separación de la Iglesia y el Estado, libertad de comercio, y todos esos admirables conceptos que se reflejan en la Constitución de Chilpancingo y que apenas entreveía la Europa misma a la luz que hicieron los relámpagos de la revolución francesa.

     Yo le oía atónito, anegado en aquella elocuencia sencilla y grandiosa como vista de volcán; él seguía, yo me puse de pie…estaba arrobado…Concluyó magnificó y me dijo: Ahora, ¿qué dice usted?.

     -Digo, señor…que Dios bendiga a usted (echándome en sus brazos enternecido), que no me haga caso ni quite una sola palabra de lo que ha dicho, que es admirable…

     -Vaya licenciado disparatero, dijo Morelos; y yo quedé asombrado de lo que había inspirado su talento y su gran corazón (porque realmente era poco instruido) a ese inmortal caudillo de nuestra Independencia.

(Extracto del libro Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto, páginas 107 a 109.)

  (Imagen: Ilustrativa-Internet)

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